En función de la edad que tengas tal vez no recuerdes o no sepas que hubo un tiempo en el que no se usaba el GPS para viajar en coche: se utilizaban mapas que el copiloto abría ocupando todo el salpicadero, y se paraba de vez en cuando para preguntar a los lugareños cómo llegar al hotel que estabas buscando. Y la música que uno escuchaba no era la que el proveedor de turno (léase Spotify, por ejemplo) te sugería en base a tus gustos: era simplemente la que uno compraba en cintas de casete o la que se oía o grababa directamente de la radio. Y esto por no hablar de los actuales sistemas que nos permiten hacer preguntas a nuestro teléfono móvil o al altavoz inteligente que podemos tener en casa, los sistemas de reconocimiento de rostros instalados en los aeropuertos, los automóviles autónomos que poco a poco llegarán a nuestras carreteras cambiando la forma de nuestras ciudades de un modo que probablemente no somos capaces de imaginar... Todo esto hace poco tiempo no era más que ciencia ficción.
El hecho es que vivimos un momento mágico. Es la era de los datos -sí, también hay riesgos que afrontar-. Desde hace pocos años el incremento en la potencia de nuestros ordenadores, el aumento de la capacidad de transmisión de datos de nuestras conexiones a Internet, el abaratamiento de los sistemas de almacenamiento, los recientes avances en algoritmos -y el deseo generalizado de explotar económicamente todo esto- ha transformado ya nuestro mundo, aunque no siempre nos resulte obvio. Antiguamente eran pocas las empresas que se molestaban en almacenar datos -y normalmente era por motivos legales u operativos-. Ahora hemos descubierto que los datos tienen valor y queremos no solo registrar los datos que generamos, sino generar nuevos datos de los que poder obtener, antes o después, un beneficio mediante su análisis.